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La izquierda no es woke: ¿criticando a una figura de paja? Opinión UDP

La izquierda no es woke: ¿criticando a una figura de paja?

Eugenio Rivera Urrutia
Por : Eugenio Rivera Urrutia Director ejecutivo de la Fundación La Casa Común.
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La falta de distinción entre justicia y poder, entre derecho y poder, sí plantea un tema crucial para la izquierda. En el caso de Chile, es habitual la conclusión de que “en último término” la ley no es sino la expresión de las fuerzas capitalistas.


Con bombos y platillos se lanzó en Santiago la versión en castellano del libro de Susan Neiman Left is not woke. La autora se define como de izquierda y socialista. A su juicio, lo que distingue a la izquierda del liberalismo es que, junto con los derechos políticos que garantizan libertad de expresión, religión, de movimiento y voto, demanda también derechos sociales, que son condición del ejercicio real de los derechos políticos. Para la izquierda, derechos sociales no son problemas de la caridad, sino que tienen que ver con la justicia y luchar por su realización, lo que no es utópico.

Muchos estarán de acuerdo en que es una caracterización insuficiente, teniendo en cuenta las diversas izquierdas y los procesos de reflexión en marcha en el sector como efecto del colapso del socialismo realmente existente, las derivas de los países que se autocalifican como comunistas, las dificultades de la socialdemocracia, los cuestionamientos de ecologistas y medioambientalistas y, naturalmente, las profundas transformaciones del capitalismo que le plantean fuertes interrogantes al sector –como se las plantea al espectro político en general–.

La preocupación central de la autora es “la forma en que muchas voces contemporáneas consideradas como de izquierda han abandonado ideas filosóficas que son centrales para cualquier punto de vista de izquierda: un compromiso con el universalismo por sobre el espíritu de tribu (tribalism), una firme distinción entre justicia y poder, y la creencia de la posibilidad de progreso” (traducción propia del libro original), sustituyéndolas por las “ideas woke”. El libro es bastante superficial en su análisis, no obstante, merodea en temas relevantes para la reconstrucción de la izquierda, luego del fuerte período de fragmentación que ha vivido.

En relación con lo que la autora identifica como la primera característica de “la izquierda”, el universalismo, dos aspectos no son suficientemente recalcados por ella: el primero (aunque no bajo ese título) es que quienes representan el mayor cuestionamiento a lo que Neiman sostiene que caracteriza a la izquierda, es la nueva derecha, pues su ideario es radicalmente antiuniversalista y radical: el desprecio y rechazo del “otro” distinto: el inmigrante –expresado por ejemplo en las afirmaciones de Trump en cuanto a que los inmigrantes “del sur” son delincuentes y violadores– o el feminismo, al cual denominan “ideología de género” –Milei es el más reciente ejemplo–.

Aunque el término woke tiene su origen en stay woke (en 1938 con la canción Scottsboro Boys, dedicada a 9 jóvenes negros acusados de una violación que ellos no cometieron), el término se transformó en grito de batalla racista de Ron DeSantis –gobernador de Florida, Estados Unidos, que desde la derecha intentó competir con Trump en las primarias republicanas de EE.UU.–, así como de otros integrantes de la nueva derecha. Reconoce la autora que los peores abusos woke son, por ejemplo, el “woke capitalism” que fortalece (hijacks) las demandas por diversidad para aumentar las ganancias y de Trump y el trumpismo y la nueva derecha europea, que abogan por el supremacismo blanco, pero apenas los menciona al pasar. A ello se podría agregar el “wokismo” de quienes en Chile hablaron de los “verdaderos chilenos” en el último proceso constitucional.

No se trata de un problema menor, pues tiene que ver con lo que el cientista político Mark Lilla, en su libro The Shipwrecked Mind: On Political Reaction (La mente náufraga: sobre la reacción política) denomina “Política de la nostalgia”, refiriéndose, por ejemplo, a la nobleza católica de Francia expulsada del poder por la Revolución francesa, que durante más de 100 años luchó por la restauración monárquica manteniendo una fuerza importante, hasta que se debilitaron definitivamente al adherir al régimen de Vichy, sustentado por el nazismo. Respecto del caso de Alemania, Lilla señala: “La derrota de los alemanes en la Primera Guerra Mundial empujó a Adolf Hitler en la dirección opuesta. Podría haber proyectado la imagen de una antigua Alemania restaurada, de pueblos conservadores enclavados en valles bávaros, poblados por Hans Sachse que sabía cantar y luchar. En lugar de eso, habló de una nueva Alemania inspirada en las antiguas tribus y las legiones romanas, ahora montadas en tanques Panzer que desatan tormentas de acero y gobernando una Europa industrial hipermoderna, limpia de judíos y bolcheviques. Avanzando hacia el pasado”.

Por la autocalificación de la autora como “persona de izquierda” se hubiese esperado un análisis más preciso de qué entiende por izquierda y cómo sus diferentes corrientes se relacionan con lo woke –del mismo modo, habría sido esperable que el lanzamiento del libro sobre la izquierda fuera comentado por algún intelectual de ese sector y no solo por el rector Peña y Josefina Araos del IES–. No obstante, Neiman rápidamente centra su atención en lo que ella denomina genéricamente “izquierdistas woke”, aceptando sin discusión como válida la calificación que la ultraderecha ha asignado a la izquierda, a las feministas y a los ecologistas: si alguien lucha en defensa del medioambiente es woke, si habla de los derechos de LGBTQ+ es woke.

En este contexto, la autora define “woke” “como la preocupación por personas marginalizadas que termina reduciendo a cada uno al prisma de su marginalización”. Se trataría de un movimiento que expresaría emociones tradicionales de la izquierda (empatía con los marginalizados y oprimidos y la convicción de que se trata de males que es necesario corregir), pero que se descarrilan como efecto de suposiciones teóricas que las erosionan, unificadas por el rechazo del marco epistemológico y las suposiciones de la ilustración. Se trata además de una actitud que toma dichas suposiciones como verdades evidentes, “pues son ofrecidas como simples descripciones de la realidad, en lugar de ideas cuestionables, por lo que es difícil cuestionarlas directamente”.

El libro tiene como referencia particularmente los Estados Unidos. No obstante, por la experiencia del primer proceso constitucional, es relevante su discusión en Chile, al haber tenido una posición central grupos que son acusado de formar parte de la “izquierda woke”. El análisis, sin embargo, deja en evidencia que el problema no es tan simple. Si se analiza el rol que jugaron los grupos medioambientalistas, feministas e indigenistas, el problema radicó en no haber evaluado suficientemente si estas preocupaciones, indiscutiblemente universales, estaban formuladas de manera tal que se podían insertar en un proyecto compartido, mayoritario y capaz de conectar con una mayoría ciudadana.

No parece, sin embargo, que estas posturas correspondieran a una mayoría relevante de la izquierda, más aún si se toma en cuenta la fuerte crítica que algunos de ellos han ejercido respecto del Gobierno, en especial los grupos ecologistas. Es importante considerar, además, que existen fuertes razones para sostener miradas radicales en esto campos. En el caso medioambiental la situación es ya irreparable y no se está haciendo lo suficiente para enfrentar el cambio climático, la contaminación y la biodiversidad. Las feministas, por su parte, encabezan una lucha contra el patriarcado profundamente enraizado y que obstaculiza el desarrollo de miles de millones de mujeres. Los pueblos originarios han estado expuestos por siglos a la discriminación y la extrema pobreza.

Más que una mirada tribalista, aunque existen actitudes cancelacionistas que dificultan las conversaciones, el problema es que no se han logrado establecer las condiciones y las instancias de una conversación que permita la convergencia de visiones entre estos grupos, el FA, el PC y el Socialismo Democrático, que permita conciliar la necesidad de acciones urgentes, compatibilizar las miradas, dar cuenta de los problemas de viabilidad política y conquista de la mayoría ciudadana para converger en un proyecto político que releve lo que los une frente a las derechas.

Ha pasado un tanto inadvertida en el debate nacional la que sería, según Neiman, la segunda característica de la izquierda y que, a mi juicio, plantea un tema de crucial relevancia para este sector: una firme distinción entre justicia y poder.

Se trata de un tema de tal amplitud y carga histórica que no es posible sino hacer algunas reflexiones en el marco de este artículo. La afirmación básica de Neiman es que, para izquierda woke, “hablar de justicia (por tanto, de Estado de derecho) es una pantalla de humo, lo que mueve al mundo real es el poder”.

Subyace a este análisis, de acuerdo con Neiman, el pensamiento del filósofo francés Michel Foucault cuando afirma que “el poder está en todas partes… el poder produce realidad, produce dominios de objetos y rituales de verdad”, y cuando afirma que “la historia que nos sostiene y que nos determina tiene la forma de una guerra, no la de un lenguaje: se basa en relaciones de poder, no en relaciones de significado […]. La ‘dialéctica’ es una forma de evadir la siempre abierta y azarosa realidad del conflicto, reduciéndola a un esqueleto hegeliano, y la ‘semiología’ es una forma de evitar su carácter violento, sangriento y letal, reduciéndolo a la calmada forma platónica del lenguaje y el diálogo”.

La relación de Foucault con la izquierda es azarosa: militante del PC francés a principios de los 50 del pasado siglo, rápidamente se distanció de este, transformándose luego en crítico del socialismo realmente existente. Posteriormente, apoyó la lucha anticolonial y fue un crítico militante del racismo de ciertas acciones de la policía francesa. Su trabajo intelectual se concentra en develar la relación entre la locura y la civilización; la historia de la clínica y la mirada médica del cuerpo humano; el análisis de las ciencias humanas como sujetas a condiciones de verdad que determinan lo que es aceptable como científico; el estudio de las prisiones y la historia de la sexualidad. Crucial en su trabajo es una visión del poder como una compleja relación de fuerzas que viene de todo y que, por tanto, existe en todas partes. En tal sentido, sus trabajos son esenciales para analizar lo que se ha dado en llamar la microfísica del poder presente en las relaciones sociales, el trabajo, en las familias, en las escuelas e incluso en la vida amorosa.

Realizó también un estudio pionero sobre el neoliberalismo y sobre la biopolítica, contribuyendo a una crítica profunda del neoliberalismo, en particular por su impacto negativo sobre la democracia. De ahí que resulta confuso que Neiman ponga a Foucault a la cabeza de la izquierda woke. Más aún si se tiene en cuenta que su influencia ha sido muy relevante para una mejor comprensión de la complejidad del nuevo capitalismo y la economización de esferas prácticas que no eran económicas, que ha generado un proceso de reconstrucción del conocimiento, la forma, el contenido y la conducta apropiada en esas esferas y prácticas (Wendy Brown).

Más extraño resulta que Neiman lo utilice para sostener que esa visión del poder “va inexorablemente unida al desprecio de la razón”. Y en esta visión la autora ve converger a Foucault con Heidegger y Adorno. El que, para muchos intelectuales, la idea de la razón como guía de las decisiones humanas haya sido puesta dramáticamente en cuestión por los totalitarismos y la Segunda Guerra Mundial, no puede asimilarse al rechazo de la idea de justicia o Estado de derecho. En el presente, al escuchar a Trump, Milei, Bukele, Ortega o Maduro, es inevitable que se actualicen esos cuestionamientos.

En este campo, Neiman, incurre en la falacia del hombre de paja (straw man) –que se refiere a cuando alguien distorsiona o exagera el argumento del adversario para facilitar su crítica– para destruirlo con su argumentación. Su defensa de la razón resulta elemental; quizás a ello se refería cuando en la introducción señala que este libro no es un libro académico, pues la investigación académica complicaría las afirmaciones que hace sobre Foucault o Schmitt, pero si resulta discutible su percepción de que la razón o, más precisamente, que el razonamiento está libre de determinantes, en particular de la estructura de valores de las personas y de la visión general de la sociedad.

Neiman establece, además, una relación entre Foucault y el filósofo político nazi Carl Schmitt señalando, sin ninguna evidencia, que ambos autores comparten el rechazo a la idea de la humanidad universal, la distinción entre poder y justicia, así como el escepticismo respecto del progreso. Que no entregue argumentos para tamaña afirmación no es extraño, pues se trata de dos personas que tuvieron posiciones políticas contrapuestas y abordaron temas muy disímiles –Schmitt fue un crítico radical de la democracia parlamentaria, pensador de lo político y jurista con trabajos importantes sobre el derecho constitucional–.

La falta de distinción entre justicia y poder, entre derecho y poder, sí plantea un tema crucial para la izquierda. En el caso de Chile es habitual la conclusión de que “en último término” la ley no es sino la expresión de las fuerzas capitalistas. Hay sin duda muchos elementos que confirman esa percepción: derivada de la desigualdad social, la aplicación de la justicia es también desigual (acceso a la justicia), la incidencia del poder económico en el sistema judicial, como ha dejado en evidencia de forma categórica el caso Hermosilla, el trato preferencial a personas política o económicamente relevantes, la baja atención a los llamados “delitos de cuello y corbata”, por mencionar algunos.

No obstante, eso no significa que el derecho sea un mero instrumento de la clase dominante o esté sujeto totalmente a la lógica de la acumulación capitalista. Ello ha quedado en evidencia en Chile, por ejemplo, con el rol jugado por el Poder Judicial en la defensa de los usuarios del sistema de salud privada o en numerosos temas ambientales, entre otros –que representó un inmenso contraste con lo que fue la subordinación del sistema judicial al régimen dictatorial–. Por otra parte, la legislación es producto de la correlación de las fuerzas políticas representadas en el Congreso, lo cual está sujeto a importantes variaciones.

Pero más importante que todo ello, es que la creación de las normas está sujeta a la reflexión intelectual sobre el derecho y, en tal sentido, se desenvuelve de una forma relativamente autónoma que es fundamental para comprender su dinámica y su rol en la sociedad. La idea, por ejemplo, de los derechos humanos universales, sancionada por las Naciones Unidas después de la Segunda Guerra Mundial, es un ejemplo. Es lo que subyace a la orientación de la política internacional de Chile y del actual Gobierno en la materia.

Lo que hasta el capítulo II es una reflexión crítica, aunque como mostramos más arriba reduccionista de Foucault, en el capítulo III –que trata del presunto rechazo de la posibilidad de progreso que caracterizaría a la “izquierda woke”– se transforma en una diatriba contra Foucault.

Refiriéndose a la descripción que hace Foucault en su libro Vigilar y castigar de la muerte de Robert-François Damiens, condenado a morir descuartizado por cuatro caballos a los cuales estaban amarrados sus brazos y piernas, por tratar de matar a Luis XV, Neiman sostiene que si bien Foucault nunca sostuvo que la restauración del descuartizamiento sería mejor, “sí dice que el objetivo de la reforma de las prisiones en el siglo XVIII no era castigar menos sino mejor”, sin analizar en absoluto lo que Foucault quiere decir.

Incluso dice que a Michel Foucault despreciaba explícitamente los avances (mejores condiciones sanitarias, oportunidades educativas) que pedían los presos franceses –¿no cae la autora en lo que denuncia en lo woke, como cultura de la cancelación, la intolerancia a los matices y la preferencia por lo binario?–. Nuevamente, introduce a Adorno, Horkheimer y Foucault en el mismo saco para concluir que comparten una mirada pesimista respecto al progreso, que sintetiza en: “El mundo moderno, cuyo inicio ellos sitúan en Homero, pretende liberar a la gente de las cadenas de la tradición, pero enseguida nos conduce a atarnos como Odiseo al mástil”.

Hay otra mirada posible (entre muchas) sobre estos autores: no es un rechazo a la idea de progreso sino un llamado de atención respecto a que los grandes avances no nos deben dejar tranquilos y satisfechos, pues los problemas no reaparecen de una forma mejor, sino que también en sus peores posibilidades. La invasión de Ucrania, el asesinato de 1.200 israelíes el 7 de octubre de 2023, la matanza de niños palestinos y civiles inocentes en Gaza y la aparición de líderes tipo Trump, Bolsonaro, Milei y Maduro –por nombrar solo algunos–, son una clara expresión de ello.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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