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El riesgo de depresión se dispara cuando los ultraprocesados superan el 30% de la dieta

Los científicos reclaman políticas “estructurales” que reduzcan el consumo de estos productos, como son las etiquetas del tabaco o el alcohol

Ultraprocesados
La pizza industrial o las bebidas azucaradas consumidas en exceso incrementan el riesgo de sufrir depresión o diabetes.Europa Press News (Europa Press via Getty Images)

Una gran cantidad de los alimentos que se venden en los supermercados son ultraprocesados. La bollería, las pizzas industriales, muchas salsas, los aperitivos salados o los fiambres se encuentran en este grupo que cada vez se consume más. En España, de media, más del 20% de las calorías provienen de este tipo de productos y la cifra llega al 30% en México y al 58% en EE UU. La preocupación por los efectos para la salud de los ultraprocesados aumenta, igual que lo hace su consumo en todo el mundo. Hoy, la revista médica BMJ publica una amplia revisión de estudios que confirma la asociación entre un mayor consumo de estos alimentos y enfermedades como la diabetes o las mentales y con una muerte prematura.

Entre los artículos revisados, publicados en los últimos tres años y que, si se suman sus participantes, incluyen a casi 10 millones de personas, los autores encuentran “pruebas convincentes” de que una mayor ingesta de comida ultraprocesada se asocia a un incremento del riesgo del 50% de morir por enfermedad cardiovascular, alrededor de un 50% de aumento del riesgo de ansiedad y otros trastornos mentales y un 12% más en el riesgo de diabetes tipo 2. En un siguiente nivel de confianza, se observó un aumento del 21% de riesgo de muerte por cualquier causa, en torno al 50% de incremento de riesgo de obesidad o problemas de sueño y un 22% más de riesgo de depresión. En un trabajo de los mismos autores, vieron que el riesgo de depresión se dispara cuando los ultraprocesados superan el 30% de la dieta diaria de una persona. Para la salud gastrointestinal o el riesgo de cáncer, la evidencia, consideran los investigadores, es limitada.

El trabajo, liderado por Melissa Lane y Wolfgang Max, de la Universidad Deakin, en Australia, consideran que los hallazgos recopilados dan razones suficientes para implantar políticas de salud pública que reduzcan el consumo de alimentos ultraprocesados y así mejorar la salud de la población. Aunque sus datos no les permiten comparar el deterioro de la salud provocado por este tipo de comida con el del tabaco o el alcohol, Lane considera que algunas políticas en torno a estas sustancias pueden mostrar qué puede ser efectivo para reducir el consumo de ultraprocesados. “Por ejemplo, las etiquetas de advertencia en los paquetes, como las de los cigarrillos, podrían ser efectivas”, afirma la investigadora.

Miguel Ángel Martínez, catedrático de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Navarra, que no ha participado en el trabajo, considera que la evidencia de los estudios que recoge esta revisión es más que suficiente para proponer medidas “estructurales, no solo educativas”, para reducir el consumo de ultraprocesados. “Hay que hacer que sean más caros a través de los impuestos, y utilizar los ingresos que se obtengan para abaratar el precio de los productos sanos como el aceite de oliva o los frutos secos, no para otra cosa”, explica. “No puede ser que los alimentos sanos sean cada vez más caros, porque eso va a incrementar la brecha de salud entre clases sociales”, remacha.

En el artículo también se defiende que se avance en el estudio de los mecanismos que expliquen por qué este tipo de alimentos son dañinos. Por ahora, se sabe que son menos nutritivos y empeoran la dieta de quienes los toman porque, además de aportar demasiada sal, grasa o azúcar, dejan menos espacio en el estómago a alimentos como las frutas, que contienen compuestos beneficiosos, como los polifenoles o los fitoestrógenos. También contienen menos fibra y proteínas, y concentran más calorías en menos cantidad. Esta combinación puede favorecer el desarrollo de enfermedades crónicas que surgen por inflamación crónica o cambios en la microbiota.

Martínez critica un aspecto del estudio que lleva a los autores a dar por débiles evidencias que quizá serían más rotundas con otro método de medición. “Utilizan el sistema GRADE para evaluar la calidad de la fuerza de la evidencia y se han equivocado, porque ese método se pensó para los ensayos clínicos y desde hace tiempo sabemos que es más adecuado el NutriGrade, adaptado a las características específicas de los estudios de nutrición”, señala. “Con GRADE, en muchos estudios de nutrición la evidencia va a ser débil, porque un estudio observacional ya va a ser malo, y en nutrición no podemos hacer ensayos clínicos aleatorizados como se hace con los fármacos, dando a la gente ultraprocesados para ver si les hace daño, porque no sería ético”, resume.

Pablo Alonso Coello, investigador del Institut de Recerca Sant Pau de Barcelona y Coordinador científico de Nutrimedia, valora la gran cantidad e información que reúnen en la revisión, su orden y su consistencia, pero advierte de que la investigación en nutrición siempre tendrá difícil alcanzar un grado de confianza como el que se consigue con un fármaco en un ensayo clínico. “Es difícil valorar la influencia de cada factor y los efectos son pequeños”, señala. “No vamos a tener nunca la misma seguridad que con el tabaco y el cáncer, que tiene un efecto muy grande, y los propios investigadores reconocen en las limitaciones que no pueden poner la mano en el fuego”, concluye. Como solución intermedia, los autores del artículo que se publica en BMJ proponen hacer estudios a corto plazo para probar los efectos de los alimentos ultraprocesados, midiendo cambios en el peso, en la resistencia a la insulina, en la microbiota o en los niveles de inflamación. Hacer lo mismo durante el tiempo necesario para averiguar si aceleran la muerte o la aparición del cáncer o las enfermedades cardiovasculares será imposible.

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